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Comunidad Organizada 2 º Parte MP3 Peronista

14/10/2010 05:10 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Cuerpo y alma: el Cosmo del Hombre..

CUERPO Y ALMA: EL "COSMOS" DEL "HOMBRE"

Acaso corresponda el mérito de su iniciación al pensamiento oriental. Cuando hallamos en los Vedas la severa afirmación de que, con carácter sustancial, se hallan en abierta oposición alma y cuerpo o, dicho con propiedad, espíritu y naturaleza, experimentamos la sensación de haber chocado con una duda larvada desde el Génesis. La pugna por reprimir la rebeldía de la materia y subordinarla por entero al espíritu que supone la práctica del Yoga y su tendencia por liberar el alma de las apetencias y dolores del cuerpo, nos advierte que la cuestión había sido enérgicamente planteada en los albores mismos de la civilización.

Para Aristóteles el universo constituye una serie, en uno de cuyos extremos se encuentra la pura materia y en otro la pura forma. Claro está que en su pensamiento la forma, la causa formal del ser, su contenido, no era otro que el alma. Pero esa polaridad enuncia con la necesaria evidencia el carácter distinto de ambas fuerzas. Importa no perder de vista la visión aristotélica, sobre la que descansa en lo sucesivo la visión espiritualista mundial que ha de sucederle.

Para Platón, el problema consiste en el vencimiento por el alma de las potencias inferiores. El cristianismo agrega a la visión helénica la fe. El temor a la disociación, en el supuesto de la inmortalidad, desaparece en él por la purificación.

En la escuela tomista se opera la fusión del pensamiento cristiano con la dualidad aristotélica. Descartes, primero en encaminar a la filosofía por una senda nueva, ignorada hasta entonces, parte también de las bases tradicionales. Su exposición del proceso partiendo de la existencia de Dios, el cuerpo y el alma, constituye el prólogo de una posterior explicación mecánica del universo. Fué ésta y no su prólogo lo que la disputa general recogió. Sólo en Pitágoras podríamos hallar una preocupación, o una tendencia, de parecido carácter, pero la influencia cartesiana gravitó con enormes fuerzas en el desarrollo de las investigaciones.

Berkeley y D'Alembert parecen situados, aunque la imagen no sea perfecta, en los dos extremos de esa serie aristotélica. La vigorosa acentuación se convertirá en un hecho de hondas repercusiones. Descartes dejó abandonada, como al azar sobre el tapete, su teoría de la casualidad y ésta, en otras manos, proliferó la conversión de las jerarquías espirituales en extrañas opacidades.

Parece incomprensible que la indiferencia de un hombre dotado de tan grave desprecio hacia la masa como Voltaire, ejerciese tan demoledora influencia sobre los principios en que aquélla podría sustentar su línea de valores.

La disciplina científica nos aleja ya de la visión de las esencias centrales. Kant nos situará ante los conceptos, el espacio y el tiempo, que Bergson convertirá en materia y memoria. Para el romanticismo de Schelling la serie aristotélica se sostiene en el dualismo, pero sobre el pensamiento alemán gravita ya la época. Esas fuerzas, además, se hallan en permanente tensión. El marxismo convertirá en materia política la discusión filosófica y hará de ella una bandera para la interpretación materialista de la Historia.

Hemos pasado de la comunión de materia y espíritu al imperio pleno del alma, a su disociación y a su anulación final. Ciertamente, pese al flujo y reflujo de las teorías, el hombre, compuesto de alma y cuerpo, de vocaciones, esperanzas, necesidades y tendencias, sigue siendo el mismo. Lo que ha variado es el sentido de su existencia, sujeta a corrientes superiores.

Esa acentuación oscilante lo mismo puede someterle como ente explotable al despotismo de individualidades egoístas, que condenarle a la extinción progresiva de su personalidad en una masa gobernada en bloque.

En los hegelianos existió una derecha y una izquierda. Tan pronto como esa escuela se reflejó en el poder asistimos a la formación de sociedades de índole diversa: el hombre apareció anulado en unas, frente a los imperativos estatales, o con vagas posibilidades de redención en otras, condicionadas por el equilibrio entre el interés común y la jerarquía individual. En ambos casos no nos está permitido dudar de la trascendencia de Hegel en la liquidación de la disputa. Si la derecha hegeliana puede derivar hacia un teísmo conservador, la izquierda se desliza necesariamente a un materialismo no filosófico y, me atrevería a sostenerlo, no humano. Por distintos caminos, se alcanza la pendiente marxista.

Cuando este forcejeo por la interpretación de la verdad produjo un estado de hecho, ocasionando la crisis de los valores sociales, surge una nueva explicación. Acaso resulte prudente considerarla. En Heidegger y en Kierkegaard observamos un cierto esfuerzo por retomar la, vía de la antigua comunión. Obligados a sacrificar algunos principios para caracterizarla, intentan sin embargo la rectificación. Cuando Heidegger expone la necesidad de que ésta llegue a realizarse, a lograr una plenitud, establece su divorcio con la corriente que bajo la arquitectura del bloque amenazaba aniquilar al hombre. Kierkegaard proporcionó un sentido igualmente elevado a la exposición de tales ideas restituyendo a la controversia su sentido vertical, al relacionar nuevamente espíritu y alma con su causa y su finalidad.

Keyserling había observado el fondo del problema atentamente al decir que el esfuerzo de los siglos XVIII y XIX fué unilateral, pues habían dejado el alma al margen del progreso. Klages llegó a decir que bajo la influencia destructora del espíritu llegará a su ocaso, en un día no lejano, la vida terrenal oponiéndola en su esencia al alma. En semejantes tiempos ya no resultaba popular el hombre de Vico, un conocer, un querer y un poder que tiende al infinito. Víctor Hugo, otra vez, el genial pensador francés, lanzará en la plaza pública, frente al momento de Setiembre unas frases imperecederas: ". . . Si no hay en el hombre algo más que en la bestia pronunciad sin reír estas palabras: Derechos del hombre y del ciudadano, derecho del buey, derecho del asno, derecho de la ostra: producirán el mismo sonido. Reducir el hombre al tamaño de la bestia, disminuirle en toda la altura del alma que se le ha quitado, hacer de él una cosa como otra cualquiera; eso suprime de un golpe muchas declaraciones acerca de la dignidad humana, de la libertad humana, de la inviolabidad humana, del espíritu humano y convierte todo ese montón de materia en cosa manejable. La autoridad de abajo, la falsa, gana todo cuanto pierde la autoridad de arriba, la verdadera. Sin infinito no hay ideal, sin ideal no hay progreso, sin progreso no hay movimiento; inmovilidad, pues statu quo, estancamiento: Este es el orden. Hay putrefacción en ese orden. Preguntad a la jaula lo que piensa del ala. Os contestará: el ala es la rebelión...".

Semejante desafío no está dirigido a la conciencia filosófica, sino al mundo político, pero estamos lejos de permitirnos afirmar que en estos momentos, de tan fina sensibilidad, resulta factible una sólida disciplina intelectual sin repercusiones en el desarrollo de la vida social... ¿No debemos, acaso, formularnos el problema, con ambición de eficacia, de si esa acentuación no deberá ser objeto de una cuidadosa definición antes de referirla a los fines comunes? Un pensador moderno ha escrito lo siguiente: Hay un trabajo sin alegría, un placer sin risa, una virtud sin gracia, una juventud sin suavidad, un amor sin misterio, un arte sin irradiación ... ¿por qué?...

Esa pregunta terrible acaso no esté todavía pendiente sobre la vida actual. Pero puede gravitar sobre nuestro futuro si no llegamos a relacionar y defender debidamente las categorías y valores de ese sujeto de la vida toda, de nuestras preocupaciones y nuestros desvelos, que es el Hombre.

Sin el Hombre no podemos comprender en modo alguno los fines de la naturaleza, el concepto de la humanidad ni la eficacia del pensamiento...

¿LA FELICIDAD QUE EL HOMBRE ANHELA PARTENECERÁ AL REINO DE LO MATERIAL O LOGRARÁN LAS ASPIRACIONES ANÍMICAS DEL HOMBRE EL CAMINO DE LA PERFECCIÓN?

De que importa activar la génesis de un pensamiento susceptible de contemplar la futura evolución humana da pruebas el sentido de la vida actual.

Existe una laboriosa tarea en pleno desarrollo, encaminada a modificar sustancialmente las condiciones de vida en pro de la felicidad general. Es importante saber si esta felicidad pertenece al reino de lo material, o si cabe pensar que se trata de realizar las aspiraciones anímicas del hombre y el camino de perfección para el cuerpo social. Pero cuando volvemos a preguntarnos si la dirección de ese pensamiento ha de ser ejercida en un sentido horizontal, o si cabrá imprimirle al mismo tiempo verticalidad, debemos antes examinar, siquiera en busca de indicios, el panorama que se ofrece a nuestros ojos.

VALORES MÁXIMOS Y CÉLULA DEL "BIEN GENERAL"

Advertimos enseguida un síntoma inquietante en el campo universal. Voces de alerta señalan con frecuencia el peligro de que el progreso técnico no vaya seguido por un proporcional adelanto en la educación de los pueblos. La complejidad del avance técnico requiere pupilas sensibles y recio temperamento. Si tomamos como símbolo de la vida moderna el rascacielos o el transatlántico, deberemos enseguida prefiguramos la estatura espiritual del ser que ha de morar o viajar en ellos. Ante esta cuestión no caben retóricas de fuga, porque lo que en ella se ventila es, ni más ni menos, la escala de magnitudes con arreglo a la cual puede el hombre rectificar adecuadamente su propia proporción ante el bullicio creciente de lo circundante.

La vida que se acumula en las grandes ciudades nos ofrece con desoladora frecuencia el espectáculo de ese peligro al que unos cerebros despiertos han dado el terrorífico nombre de "insectificación". Es cierto que lo físico no mengua ni aumenta la proporción íntima, porque ésta consiste justamente en la estimación de sí mismo que el hombre posee; pero puede suceder que, en ausencia de categorías morales, acontezca en su ánimo una progresiva pérdida de confianza y un progreso paulatino del sentimiento de inferioridad ante el gigante exterior.

Frente a un complejo semejante -que en último término es un problema de cultura y de espíritu-, son contados los medios de autodefensa. La civilización tiende a complicarse y no parece que por el camino de lo exterior pueda resolverse esta incógnita íntima.

El materialismo intransigente contaba sin duda con el signo mecánico e implacable del progreso, sospechando que privado de su sombra cósmica el hombre acabaría por sentirse minúsculo y víctima de la monstruosa trepidación vital. Seguro de ello, proveyó a su individuo de un sustitutivo de la proporción espiritual: el resentimiento. Previamente había sustituido también las tendencias supremas por fuerzas inferiores, por esa "gana" que ayer integraba el cuerpo de una teoría sumamente interesante y que hoy, defraudada y desencantada, han convertido sus discípulos en la "náusea". Náusea ante la moral, ante la herencia de la vida en común, náusea ante las leyes y los procesos inexorables de la Historia, náusea biológica.

Es hasta cierto punto poco comprensible que hayamos pasado con tan peligrosa brevedad intelectual de la decepción del ser insectificado a esa náusea con que, a espaldas de sagradas leyes, se pretende orientar la comprensión de la existencia colectiva. Lo sintomático de este modo de pensar está en que no es una abstracción, como tampoco lo era, pongo por ejemplo, el marxismo. Este operaba sobre un descontento social. La náusea -como entelequia- opera sobre el desencanto individual. Es la "angustia" abstracta de Heidegger en el terreno práctico: corresponde a una sociedad desmoralizada que ni siquiera busca una certidumbre para reclinar la cabeza. No es por tanto la teoría lo deplorable, sino la realidad, la deformación postrera de aquella "insectificación"; sólo que esta vez el individuo insectificado ha querido aislarse de la catástrofe con una mueca cínica.

Reconozcamos que ésta era la consecuencia necesaria y obligada del doloroso extravío de la escala de magnitudes. Armado con ella podía el hombre enfrentarse no sólo con la áspera y poco piadosa vicisitud de su existencia sino con la crisis que una evolución tan terminante había de suscitar en su intimidad. Saberse ligado a reinos superiores a las leyes materiales del contorno, le facilitaba una generosa concentración de fuerzas para entrar con biológica alegría en un cielo en que todos los fenómenos parecen desbordarse. En una célebre fábula de Goethe le acontece a un hombre desdichado verse compelido a una elección extraordinaria. Melusina, reina del país de los enanos, le invita a reducir su tamaño y compartir con ella su elevada jerarquía. Le ofrece amor, poder, riquezas, sólo que en un grado inferior: será rey, pero entre enanos. Trasladados al país donde las briznas de hierbas son árboles gigantescos, este hombre, el más mísero de los mortales, añora su forma anterior. Y la añora, suponemos, porque su escala de magnitudes le advierte que en la prosperidad o en el infortunio su estado anterior era inimitable. En el hecho complejo del existir, el hombre es, sin más, una entidad superior.

La fábula de Melusina puede ser igualmente trasladada a otros paisajes, y preferentemente a ésos donde la desintegración y la heterogeneidad de la vida moderna han reducido principios absolutos e ideales en provecho del esplendor material. Se ha producido el milagro de la fábula pero a la inversa: al hombre no le ha sido dado elegir con arreglo a su proporción, y aquel que no poseía un grado de fe en sus valores espirituales, sustituyó la altiva reacción por la resignación o por el descontento, la difuminación gradual de las perspectivas que padece quienes no posee una conciencia justa de su jerarquía, la "insectificación".

Pero semejante desviación no es consecuencia del auge de los ideales colectivos. Que el individuo acepte pacíficamente su eliminación, como un sacrificio en aras de la comunidad, no redunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarquización estructurada sobre la abdicación personal, es productiva sólo para aquellas formas de vida en que se producen asociados el materialismo más intolerante, la deificación del Estado, el Estado Mito y una secreta e inconfesada vocación de despotismo.

Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación.

En la consideración de los supremos valores que dan formas a nuestra contemplación del ideal, advertimos dos grandes posibilidades de adulteración: una es el individualismo amoral, predispuesto a la subversión, al egoísmo, al retorno a estados inferiores de la evolución de la especie; otra reside en esa interpretación de la vida que intenta despersonalizar al hombre en un colectivismo atomizador.

En realidad operan las dos un escamoteo. Los factores negativos de la primera, han sido derivados, en la segunda, a una organización superior. El desdén aparatoso ante la razón ajena, la intolerancia, han pasado solamente de unas manos a otras. Bajo una libertad no universal en sus medios ni en sus fines, sin ética ni moral, le es imposible al individuo realizar sus valores últimos, por la presión de los egoísmos potenciados de unas minorías. Del mismo modo, bajo el colectivismo materialista llevado a sus últimas consecuencias, le es arrebatada esa probabilidad -la gran probabilidad del existir-, por una imposición mecánica en continua expansión y siempre hipócritamente razonada.

El idealismo hegeliano y el materialismo marxista, operando sobre, necesidades y calamidades universales que han influido profundamente en el ánimo general, constituyen direcciones cuya resultante será prudente establecer. De la Historia, y aun de sus excesos, extraemos preciosas enseñanzas ante las que en modo alguno podemos ni debemos permanecer insensibles. Mientras el pensamiento creía poder sostenerse en lo fundamental, en espacios puramente teóricos, el mundo obraba por su cuenta; pero, si lo fundamental declinó, la fijación práctica de lo abstracto puede ejercer una influencia perniciosa en la existencia común. Resulta entonces necesario detenernos de nuevo a examinar nuestros absolutos y a limpiar de excrecencias y añadiduras superfluas un ideal apto para servir de polo al sentido lógico de la vida.

-ELHOMBRE COMO PORTADOR DE VALORES MÁXIMOS Y CÉLULA DEL "BIEN GENERAL"

En esta labor se nos antoja primordial la recuperación de la escala de magnitudes, esto es, devolver al hombre su proporción, para que posea plena conciencia de que, ante las formas tumultuosas del progreso, sigue siendo portador de valores máximos; pero para que lo sea humanamente, es decir sin ignorancia.

Sólo así podremos partir de ese "yo" vertical, a un ideal de humanidad mejor, suma de individualidades con tendencia a un continuo perfeccionamiento.

Sugerir que la humanidad es imperfecta, que el individuo es un experimento fracasado, que la vida que nosotros comprendemos y tratamos de encauzar es, en sí y en sus formas presentes, algo irremediablemente condenado a la frustración, nos hace experimentar la dolorosa sensación de que se ha perdido todo contacto con la realidad. Lo mismo tenemos cuando se fía a la abdicación de las individualidades en poderes extremos una imposible realización social.

Si hay algo que ilumine nuestros pensamientos, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización del "yo", el cumplimento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general.

3º Parte continúa: -HAY QUE DEVOLVER AL HOMBRE LA FE EN SU MISIÓN


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