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Mi vecina del fondo le habló a su perro mañana, tarde y noche sin parar durante diez años
Dos enfermeros le pusieron un chalequito a mi vecina y se la llevaron, pobrecita, ya inofensiva del todo, con la razón traspapelada y una sonrisa indeleble dirigida al cielo de los estupefactos. Todo por culpa del Bobi que tiene su propia opinión al respecto, y es que cada uno se cava su propio destino. Lo cierto es que no se le habla a un perro quince horas diarias sin parar durante diez años impunemente.
Algunas personas creen que los perros son muy receptivos, mucho más que los niños, las plantas y el resto de las mascotas, a quienes también se les habla y no hacen caso, en especial los gatos, imperturbables ante cualquier discurso que los inste a hacer algo, sobre todo si es algo correcto o útil. Eso debe haber creído mi vecina a propósito del Bobi: que él entendia todo y, además, le importaba todo. Como Pascal, habrá pensado que el espíritu y el sentimiento se forman con la conversación, sin reparar que en este caso la única que hablaba era ella. Mañana, tarde y noche.
Había que escucharla, medianera por medio. El Bobi era alternativamente su hijo, su educando, su marido, su otro yo, su acompañante terapéutico, su confesor, su espejo, el numen de sus antepasados, su juguete, un principe o un miserable felpudo hediondo. Vínculos todos capaces de provocarle agudas variaciones en los estados de ánimo, por eso los tonos de voz con que se dirigía al perro iban de la sensura cariñosa al alarido histérico.
Para ella, el perro estaba lleno de propósitos (Dónde vas con esa pelotita? No habrás escondido la sopapa?). Pretendía leer su mente, adivinarlo, persuadirlo, sobornarlo; también insuflarle confianza en sí mismo, ordenar su agenda, advertirle sobre los peligros del moquillo y los parásitos. Lanzaba diatribas contra sus pulgas. Le inventó rebeldías y se las combatió con argumentos llenos de lucidez. (Vos querés volverme loca?). Le contó mil incidentes horribles acaecidos a perros que ignoraban las advertencias de sus dueños.
No es de extrañar, entonces, lo que ocurrió
Básicamente, lo formó. Puede decirse que fué su Pigmalión. Primero, enseñándole las gracias propias de su especie (Bobi, andá a buscar el palito). Después, reglas de urbanidad y templanza (Bobi, por qué orinaste el zapato del señor? Vas a seguir comiendo como un cerdo, siendo un perro?). Hablándole, hablándole.(Bobi, por qué te tapás las orejas cuando te hablo?) Es cierto que el animal vivió una infancia tensa -por eso, creo, nunca llegó a madurar del todo- pero, al menos delante de las visitas, tenía los modales del pequeño Lord Fauntleroy. No hay que olvidar que ella le dió, además, una moral.
La plática de mi vecina se fué haciendo más densa. En los últimos tiempos, el Bobi debió escuchar sus lucubraciuones filosófico-culinarias, a cual más desatinada.
Tan fenomenal gasto de saliva a lo largo de tantos años no podía resultar estéril. Ante semejante estímulo verbal, el Bobi ya era un perro modificado, al menos intelectivamente. No es de extrañar, entonces, lo que ocurrió. De un modo irreflexivo, algunos lo interpretarían como una recompensa a la perseverancia; o incluso como un gesto de agradecimiento animal. Desde mi punto de vista -o sea de este lado sufrido de la medianera- fué claramente una venganza del perro, que almismo tiempo consumó un acto de justicia para con los vecinos.
Porque un día el Bobi le contestó como se merecía y en perfecto castellano. Ella no resistió la impresión. Demasiado fuerte. La pobre hilacha que era su sentido común, se soltó. "El perro habla", decía. Los parientes meneaban la cabeza con incredulidad. Al final, su razón era unviolín desafinado.
Nada se pudo hacer. Es probable que el mismo Bobi haya llamado a los enfermeros.