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Sus palabras escuetas y taxativas eran letales para cualquier intento de soñar con un destino, mucho menos con la existencia de Dios o algún Dios o nada fuera de lo normal, de la razón y los sentidos
EL ENVENENADOR
Para él la vida era un monasterio. El silencio, su mejor aliado. Quería saber poco, para saberlo todo. Quería que el mundo fuera simple, para dominarlo. Así, sin cólera ni congojas, caminaba esos dominios diarios. Nada podía sorprenderlo, nada podía intimidarlo. Para las ansiedades tenía un refugio: el cigarrillo. Le bastaba encender un cigarrillo para retomar el control de todo, de sí mismo, de los otros. Era tal fácil. Entonces podía darse la vuelta como si no le estuvieran hablando y seguir caminando. Tenía contados los minutos, las baldosas, los bocados. Nada escapaba a su señorío. Se sentía un semidios que todo lo veía, todo lo preveía, todo lo determinaba. Podía podar las ramas cuando superaban su altura, no abrir la puerta para que no lo importunaran, olvidar su infancia tanto como recordar todas las normas de la gramática, podía vivir sin reír, determinar la suerte de sus empleados, sus ganancias, sus pérdidas, los días que duraran sus salarios.
Pero en todo techo termina por abrirse una gotera. Y esas fueron las palomas. Claro, aves al fin, aladas, (libres, digámoslo por lo bajo), podían mirarlo desde arriba, cagarse en él cuando quisieran, aparecer y desaparecer imprevistamente. Eso no lo toleraba. No toleraba el arrullo de las enamoradas, sus siluetas en los ventanales, esos revoloteos a la siesta, la mansedumbre de las más jóvenes que bajaban al patio por miguitas. Ese aire de buenitas y toda esa tontera de la paz, si al fin no eran más que unas gordas sucias llenas de hitas que todo empiojaban y lo ensuciaban: techos y chimeneas, allá en las alturas… poesía barata.
Finalmente resolverlo era sencillo. Un obrero con algo de veneno subiría por los techos, y en pocos días sólo restaría recoger los inmundos cuerpos muertos o moribundos y adiós bichos. Muerto el perro se acabó la rabia.
Nunca había creído en ningún héroe ni en heroicidades- Tampoco en apariciones ni milagros. Digamos más bien que este pequeño gran hombre jamás en su luengua vida había creído en nada. Y le molestaban las creencias, se burlaba de todas ellas con socarrona ironía. Tenía un discurso parco pero efectivo al respecto. Nadie que lo escuchara atentamente podía conservar sus convicciones espirituales. Sus palabras escuetas y taxativas eran letales para cualquier intento de soñar con un destino, mucho menos con la existencia de Dios o algún Dios o nada fuera de lo normal, de la razón y los sentidos. En él no había gesto alguno de humanismo con los animales, por eso no está demás que les cuente este aspecto bizarro de su personalidad autoexigente. De manera que cuando la empleada le rogó por las palomas, ya pueden imaginar como la miraría. Y mucho peor fue cuando la pobre le salió con esos lugares comunes del símbolo de la paz, del bautismo de Cristo, del Espíritu Santo. Chispas fluían sus ojos verdinegros para sacársela de encima a la inoportuna. Fue una de esas pocas ocasiones en que lo encontraban contra una pared, de manera que no pudo ni dejarla hablando sola. Debió recurrir al cigarrillo, encenderlo con premura para no despertar la sospecha de que podía estar al borde de la desintegración por esa imbécil, con esa cara de pájaro, que le espetaba tantas pavadas.
La miró mientras encendía el cigarrillo pensando en dar un remate que la dejara callada. Por esto trató de estar atento a sus últimas palabras que fueron éstas:
- Con ese cigarrillo va usted a morir envenenado como mueren las palomas que está matando.
- Bien- murmuro- Pero antes, habré matado muchísimas de ellas.
No me digan que no fue un gran remate. Con esto, a doña Greenpeace no le quedó más que bajar la frente y retirarse vencida, con aquella pésima versión de “quien a hierro mata a hierro muere”. Esta mujer es de mediana edad todavía guardaba frente a él, el derecho de decirse a si misma que nada es eterno. Esta idea suele ser peligrosa como consuelo por que nadie sabe cuando lo dice qué es lo primero que dejará de ser eterno, si la dificultad que lo atropella o uno mismo. Por otro lado, si nos inclinamos a aceptar las estadísticas y convenimos que los más viejos son los primeros en morir, fue buen pensamiento para alguien que tenía unos veinte años menos. A pesar de todas las defensas, el pequeño gran hombre, no me lo creerán, dejo de fumar. No sería por miedo, eso es indudable. Para eso se levantan las estructuras, como frentes de choque a los embates de la vida, a sentimientos, sueños o ilusiones. Y fornidas estructuras, realmente que tenía el viejo. Pero en su sensatez advirtió que, efectivamente, el cigarrillo era un veneno que tarde o temprano acabaría con él a pesar de tu fortaleza genética, hombre de no tomar remedios, de fuerte contextura y abuelos milenarios. Dejó pasar un tiempo para no despertar sospechas y un buen día usó de toda esa fuerza de voluntad que lo mantenía incólume y erguido, y se despidió para siempre del fiel y único compañero de su vida. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Los avatares de la economía disminuyeron las ganancias de la fábrica. Los tiempos de gloria dieron paso a los difíciles de escasez, lo cual no es raro en nuestra patria. Hubo que disminuir producción y personal. Quedaron pocos pero de confianza. Sin embargo este fue un trago amargo de pasar. Los años traen cosas insospechadas como las hemorroides, que se le pusieron bravas, la próstata que se la fue inflamando y encima esto. Nada demoledor, por supuesto. Porque uno en la vida, siempre se decía debe dar poca importancia a todo, saber que ser adulto es estar solo y pasar por lo que se debe pasar sin vacilaciones ni quebrantos. En estos pensamiento estaba terminando de almorzar, y para celebrarlos se sirvió una copita más de vino y lo tomó a la salud de su fábrica y sus proyectos. Al día siguiente repitió la escena como se repite un rito de buena suerte, pero no por eso, claro está, sino por la satisfacción que le produjo ese buen vino que le había enviado algún tonto desde Mendoza. Y así fue como acabó con la botella, con el cajón, como se compro otro. Como fue agregando horarios de beber su buen vino, por la noche, al mediodía, por la tarde, eso si, jamás por la mañana, horario de trabajo. Pero con el pasar del tiempo, qué gran obra la del vino. El duro quebracho fue cediendo, por decirlo metafóricamente, y devino un frágil arbusto. Lo cual soldaba mejor con su edad, con su perfil de abuelo. Vieran que metamorfosis. La tardecita la encontraba dulce y hablador, y para más encanto. Las hemorroides le habían cambiado el paso. Le daban un andar lento y cansino, todo su ser se fue llenando de ternura antes contenida y alzaba a los niños, hasta jugaba con ellos. Empezó a sonreír de vez en cuando y ya cuando devino en tomador consuetudinario, no había nadie que se le acercara por la mañana pero después de su profunda y larga siesta no había quien no le sacara lo que quisiera. El, todo concedía buenamente a cambio de ser escuchado. Tenía tanta necesidad de contar sus recuerdos silenciados por años. Era un mundo de palabras el que había descubierto. Así salieron su infancia, los ojos de su madre, las callejas de su antiguo pueblo. Empezó a gustar de las jovencitas, tanto que un día se meó frente a una de ellas.
Pero lo más asombroso, lo que casi no les cuento porque temo pasar por charlatana, es que una noche, una perfumada y colorida noche, de esas densas de calor y humedad, decidió entonarse con un borgoña y partió para la iglesia. Era la Navidad, ya lo habrán adivinado. Decidió regresar caminando para participar de la comida de los empleados. Sus embebidas y ahora lábiles neuronas le pedían una tregua, le exigían gozar de esa lenta y placentera sensación de inconciencia que traen acaso la música, las luces, los mensajes navideños. Pero la presión le jugó una mala pasada, y cayó muerto. Muerto el perro, se acabo la rabia.
María Rosa Meléndez