¿Quieres recibir una notificación por email cada vez que Charlypol escriba una noticia?
En él, relato parte de la realidad en Argentina con respecto a la inseguridad que se está viviendo, la cual me tocó vivirlo en carne propia durante un asalto; en que mi hijo fué herido en la cabeza con un arma de grueso calibre
Ecos de inseguridad
Las calles parecen tranquilas; nadie podría imaginar que se respira un aire de locura, los árboles lentamente desprenden sus hojas como despidiéndose de un verano cuyas tardes han sido soleadas y con noches bañadas por una luna que, como testigo silencioso pasa por recorrer los mundos.
Era el mes de abril; en el hemisferio sur el otoño galopaba, internándose lentamente en un invierno que se aventuraba presagiando quién sabe qué cosas del mañana. Las calles siguen allí como mudos laberintos que conectan al mundo con sus desgracias y también oportunidades, llevando y trayendo, delirantes acaso, a sus habitantes, en un desenfreno que toca por instantes los bordes de la demencia.
Y es la noche tan oscura y despiadada que deja ver tras rejas y muros a sus ciudadanos como siluetas acolchonadas en horror.
A lo lejos se ven entre penumbras, como marionetas, cuyos hilos invisibles de droga y alcohol hace que se confundan con las sombras... algunos humanos que perdiendo el último vagón de cordura y sensatez se encapsulan en una botella, y pretenden descubrir algún vestigio de felicidad y espanto.
No parece distinguirse entre bostezos el móvil policial que se aventura a paso lento por las calles polvorientas, donde todo se hace monótono y sin sentido. Los delincuentes corren, furtivamente se esconden en las sombras, para en otro lugar continuar su desvarío; a nadie parece llamar la atención la decadencia, la sociedad parece habituarse a convivir con el absurdo.
Todo por un poco de paco que los haga delirar, no importa matar, acuchillar a alguno, la noche se presta y se hace cómplice de la barbarie. En eso todo vale y más de un delincuente exhibe su culto secreto a "san La Muerte".
Todo parece un cuento, pero es tan real como los crímenes que se difunden día a día por las pantallas de los televisores. Es que la vida ahora es más que una novela, y basta con dejarse llevar por una imaginación que aterra y hace vivir a las clases sociales enjauladas dentro de sus miedos.
Mientras tanto, la noche sigue allí, como un pasajero que se renueva, e insiste una y otra vez en su llegada. Y se preparan para sus salidas los gauchos de la "gilada" nocturna, abrazados a su creencia de culto y sangre en un cóctel de drogas y vinagre barato.
Robar la esperanza y la paz, no solo dinero o alhajas, parece ser el placer en lo más profundo, como un resentimiento que se dibuja en cada acto de vandalismo y manía.
Las voces ciudadanas como un coro inspirado en la desgracia, entonan sus quejas en las calles desiertas de justicia, en su cántico de improvisada melodía y desafinada interpretación cuales no pueden hacer eco en los sordos oídos, atascados de impunidad y corrupción de quienes hacen de la ley un negocio bien remunerado.
Mientras pasa silencioso el tiempo, llevándose a sus pobladores muertos en las calles plagadas de inseguridad y miedo.
Todo parece un cuento de terror y no es ni más ni menos que las tranquilas aceras de un pueblo donde los niños juegan y los adolescentes descubren lentamente la pérdida de su inocencia. Donde todos soñamos con ver a nuestros hijos y nietos crecer y desarrollarse en una sociedad madura y ciudadana.
Sin embargo, la amenaza es inminente en cada esquina, y se multiplican por millares los altares de una fatua creencia urbana que solo pide sangre y fuego.
Ya no se trata de los dráculas del pasado, ni la sed desenfrenadas de vidas derramadas en los cuentos de terror, ahora la realidad supera la ficción y los verdugos se prestan a cumplirla por dos pesos.
Tampoco se escucha el repiqueteo de los tambores lujuriantes de las tribus salvajes en sus cultos de fanatismo desenfrenado, cuya tierra bebió sangre hasta desbordar los límites de su locura, y cuyos ríos llevaron por siempre sus crímenes al mar, no así las calles de mi pueblo, cuyas empantanadas cunetas y obstruidos desagües no le permiten limpiarse de tanta miseria y corrupción.
En esas mismas calles donde se conjuga la muerte con la vida tuvo como escenario un relato que por momentos nos hace sentir tan vulnerables y expuestos. Donde por momentos la vida parece fluctuar en nuestras manos hasta darnos cuenta que nada somos sin Dios, cuyos ojos están atentos y tiene bajo su control toda situación.
Aunque por momentos, como humanos que somos, nos dejemos llevar por la deseperación, nos puede invadir el enojo, la duda, el desconcierto, a pesar de que seamos hijos de Dios, y por mucho que hayamos hablado del amor de el, o diéramos cátedra de ese tema frente a un gran auditorio.
Ningún discurso puede compararse con aquella escena silenciosa, aquella humilde aceptación de la voluntad de Dios, aquel gesto de bajar la cabeza como aquel atribulado Job que dijo: "El Señor ha dado; el Señor ha quitado. ¡Bendito el nombre del Señor!
En la soledad de una calle polvorienta, donde nadie ve ni existen los aplausos y la tristeza se hace dueña de la escena, donde el hombre es probado por Dios y solo a El corresponde conjugar los secretos más
recónditos que existe en el corazón humano.