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Ya pasaron unos cuantos días desde la importada fiesta de San Valentín. Aquí una visión del amor que no tiene que ver con los querubines tira flechas
Ni bien la conocí, supe que era para siempre. No del modo que se espera al amor. Mejor aún. Sin contaminación. Sin falsas expectativas. Sin nada que esperar, porque la vida es movimiento, los sentimientos son móviles y las circunstancias también. En ese contexto, sin presiones, es que supe que sería para siempre. Y adoptaríamos el mote que nos pareciera justo, según el instante que viviéramos. Sentimientos sin ataduras pero perdurables. La constancia de estar en el lugar preciso y en el momento exacto, aunque nos rueden lágrimas en la soledad de la noche, que después podamos comentar con el café negro dela mañana.
La vi y supe que era la persona a quién hubiera querido conocer 20 años antes, pero que el destino me puso frente ahora para demostrarme que nunca se debe bajar los brazos, que la mujer de tu vida puede ser la próxima, que algunas dejarán un gusto agridulce, fuera de la descendencia y de los proyectos truncos por matemáticos errores de tiempo y espacio (el álgebra, mal que nos pese, siempre está en todas las cosas de la vida; uno más uno no siempre es dos), hay otras que dejan huellas indelebles en tu alma, y esas sí son las que valen, aunque no se consuma una relación formal. No las de los besos por las noches, velitas en una cena romántica de San Valentín, aniversarios que con el correr de los años toman un cierto aroma que el moho del alma va escribiendo en nuestra libreta civil. No. Nada de lo ya conocido. Algo superior que no está ligado necesariamente con la cama o las promesas que nunca sabremos cumplir. No es el “Contigo pan y cebolla” aunque sobrevivamos de ese modo. No es el “Hasta que la muerte nos separe” porque el vínculo no está ligado a la materia sino al espíritu. Es algo más, algo que es difícil de traducir en palabras, porque los hechos, las miradas cómplices, hasta los malos entendidos que se generan con la gente a la que creemos conocer, acompañan la certidumbre de que es una relación que los relojes no pueden detener.
Si nos sometemos al pensamiento metafísico, (al que adhiero aunque no comprenda a fondo) nuestra vida no termina en el tiempo que nuestra memoria registra, sino que va más lejos, mucho más atrás de lo que podamos recordar, esta clase de relación es la que será permeable al paso, inexorable, de las horas. “Amores eternos que duran lo que dura un corto invierno” escribió Joaquín Sabina hace ya dos décadas. Fuera de discusión está la climatología de cuerpo, mente y alma, ya que el frío o el calor es una situación generada por el sino y no una condición manipulada sólo por el corazón; en el polo norte se pueden vivir relaciones fogosas y en el Caribe pueden sentirse emociones que se asemejen al frío de un freezer.
La constancia de estar en el lugar preciso y en el momento exacto, aunque nos rueden lágrimas en la soledad de la noche, que después podamos comentar con el café negro dela mañana
Es, tal vez, el amor en el estado puro, el que no se maneja por razonamientos ni especulaciones, que no está signado por manifestaciones de índole sexual. En la que el lenguaje de los ojos y de los hechos es más importante que las palabras y declamaciones apresuradas. Es compartir, en partes iguales, la amargura del triunfo y la dulzura del desencanto. Es la intuición, la aventajada condición de saber cuando se debe callar y cuando manifestar una idea, un pensamiento, que haga despertar el instinto adormilado de la persona amada frente a la inquietud de un hecho inesperado y fortuito.
No hay etiquetas cuando el sentimiento es genuino. No importan. Son validas las caricias arrancadas, los besos arrebatados, los abrazos eternos. Esos que pueden durar un corto invierno o un eterno verano. Eso si es cuestión de piel. Para ella va, entonces, mis apuntes sobre el amor y sus consecuencias. No importa San Valentín. Es sólo una fecha. Una página del calendario. Y el amor no sabe almanaques.
No importa San Valentín. Es sólo una fecha. Una página del calendario. Y el amor no sabe almanaques