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Era Gutiérrez quien miraba el ocaso mientras anochecía
“No podré detenerla. Se me aproxima la oscuridad y no podré detenerla”.
Y la noche caía porque desde aquí se podía ver la copa de aquel árbol y ya no la veo, y la casa de allá lejos es un montón de sombras.
Gutiérrez hacía guardia desde las once de la mañana. Estaba apostado en medio de un montículo de tierra y escombros. Era sagaz, escrutaba todo el horizonte mientras prendía el cigarrillo. Durante la tarde del viernes todo había sido calma en la localidad de Alpachiri, pero desde hacía dos días que la lluvia no paraba y el río Chirimayo se empeñó en desbordar.
Cuando llegué, Gutiérrez todavía miraba al horizonte y daba presagios poco alentadores señalando al cielo: ― va' seguir lloviendo ―. Se sacudía la remera blanca tapada de barro y se acomodaba la gorra.
Subido al montículo puedo ver el conjunto de casa viejas colapsadas bajo el agua y el barro. Miro a Gutiérrez, me saluda, me hace un lugar en el montículo. Está cansado, tiene los ojos rojos, la cara pálida, la barba crecida. Es un hombre tosco, de espalda ancha. Le hace guardia a unas cuantas pertenencias. Si me voy me roban todo, me dice. Y anochece.
El lavarropas, inmóvil, yace a unos cincuenta metros del montículo, junto a lo que debió ser su casa y que ahora no es mas que palos podridos que bambolean por el agua. Veo la tapa blanca del lavarropas cuando las aguas negras, por el oleaje, la develan. Gutierrez se aferra a él, no le saca el ojo de encima.
―¿Andará? ―le pregunto, apuntando en dirección al lavarropas. Me mira indignado. No sabe qué decirme, medita. Piensa un poco más. Luego me contesta que no sabe, habrá que ver cuando esté seco, me dice.
El río ensanchó sus brazos durante la madrugada del sábado y aún hoy no da tregua. Las fuertes lluvias dejaron como saldo en lo que va de la inundación dos muertos y decenas de evacuados. Alpachiri es una comuna pequeña del departamento de Chicligasta, a 72 km al sur de San Miguel de Tucumán. Son pocos, muy pobres y siempre se inundan. ¿Cómo carajos terminaron aquí? ¿Cómo carajo soportan tanta miseria con tanta estoicidad?
“Que no se acerque la oscuridad tan pronto”.
Murieron hasta las vinchucas. Agua potable no hay, los puentes colapsaron, la asistencia no llegó. La ropa está mojada y los colchones bajo metros de agua. Las pocas casas en pie deberán permanecer deshabitadas durante semanas para evitar la propagación del dengue. Todo parece calmo menos el río que no se detiene y avanza despacio devorándolo todo.
―¿Hay posibilidades de que alguien llegue hasta aquí a llevarse tus cosas? ―le pregunto a Gutiérrez. Y miro al rededor buscando algo, o a alguien, en medio de esa tierra desolada.
Gutierrez me mira, con esos grandes ojos y pestañas pobladas. Después baja las cejas y me explica:
―A dos cuadras hay un asentamiento. Está lleno de ladrones. Están esperando la noche para llevarse todo lo que me gané laburando.
Y me pregunto si acaso él también vive en un asentamiento. Pero decido callar.
Durante la mañana recorrí la rivera opuesta; existe una desolación idéntica a la de este lado, los mismos temores, la misma terquedad de aferrarse a nada y de culpabilizar de ladrones a los que viven del otro lado. Tan igual de pobres y tan miserables, como esta tarde, que cae.
Entonces miro los mosquitos que merodean como enjambres y esperan que el último rayo de sol se esconda para atacarnos.
―Aquí el dengue mató a muchos ―me explica Gutierrez, porque me ve las picaduras en los brazos. Yo sigo aguardando. Quiero preguntarle algo pero no me animo. Quiero saber si piensa pasar la noche aquí, si tiene familia, si alguien espera por él. Pero su mirada sigue clavada en el lavarropas, que está a metros del montículo.
A lo lejos viene un bote con dos hombres. Vienen en dirección a nosotros, tardan algunos minutos en llegar.
―Hola Gutiérrez ― dice el hombre canoso y le estira la mano para saludarlo. El niño que viaja junto al hombre, arriba del bote, nos mira tímidamente―. ¿No la viste a la Lula por aquí?
―No, no la he visto ―contesta Gutiérrez.
El bote se aleja despacio del montículo y emprende un viaje en dirección contraria. Cuando se alejan Gutierrez me cuenta que Lula es una perra preñada. Que la vio irse con el río, sin resistir. Y un poco Lula me recuerda a Gutiérrez, y a este pueblo; pero también decido callar. Los dos hombres a lo lejos continúan buscándola y llamándola.
Ya es noche; le hago compañía a Gutiérrez hasta que llega la lancha a buscarme y debo irme. Convenzo al conductor para que me aguarde. Aprovecho para compartir algo de comida, agua mineral y yerba mate. Me dice que quiere fumarse el último cigarrillo, y yo lo imito. Ahí Gutiérrez afloja: me cuenta que tiene dos nenas, que vive solo con ellas, que las dejó en la escuela con los otros refugiados, que hace changas para sobrevivir, que espera, que siempre espera, la ayuda de algún político que se apiade de ellos. Su mujer, Ana, los abandonó a los tres cuando se largó buscando a un camionero boliviano. Entonces empieza la despedida. Comprende que debo irme. Le pregunto si quiere acompañarnos. Me dice que no. Mientras me alejo lo veo sentarse en el montículo de escombros mirando al lavarropas, ya oculto, en medio de la oscuridad.
Por la radio escucho que se pronostican lluvias para tres días más. Mañana todo aquello quedará tapado por las nuevas aguas.