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Un álamo se desprende de la tierra seca y vuela hasta el mar
en busca de salar sus heridas. Pierde unas hojas en el camino que se
transforman en páginas que se transforman en libros que se transforman en
bibliotecas de las que una pequeña niña escoge un cuento de hadas que pronto le
enseñará que las princesas y los príncipes no existen, pero se empeñan en
robarle su inocencia.
Camina con los dedos de las manos, no llega a ningún lado.
Perdió un par de pestañas que atrás se comen los pajaritos, celestes y desencantados,
para que no sepa por dónde volver. Se las ingenia y vuelve. Pierde un par de
plumas, silba algo de Discepolín. Se desmaya para abrir los ojos como estrellas
que parpadean palabras impronunciables y desconocidas, el hada madrina esta vez
se quedó marchando contra la trata de personas y donó su varita mágica para
sostener una bandera a favor del derecho a decidir.
El tipo vestido de azul se cree capaz de darle un beso
mientras duerme para devolverla a la vida, sabe que jamás terminará tras las
rejas por abusar, que hay ismos que destruyen todo a su paso, que la libertad
se vuela cada vez que una mano se apoya donde nadie la autorizó a apoyarse. Que
pasa en el norte, en el sur, en el este y en el oeste. Que los niños y las niñas siguen jugando con barbies y
soldaditos y así la cosa no va.
La mejor versión de Caperucita la contó Ismael Serrano, pero
esa historia no la cuentan las madres ni los padres por la noche, con el
velador prendido, antes de que el sueño se apropie de su capacidad de razonar.
Vamos que podemos. Una mujer nos gobierna y los horrores de
su gestión se atribuyen a su género, no vaya a ser que se note que todos los
anteriores, menos una, fueron hombres con los dientes bien afilados y las uñas
dejando marcas imborrables en la clase siempre perjudicada.
Una mujer pide por su libertad, desnuda y recostada en el
medio de la ciudad, y nadie la oye. Los ojos no necesariamente miran, pero, en
estos casos, mucho menos ven.