Comienzan a oírse las voces de representantes del islam y de la izquierda exigiendo la nacionalidad española para los descendientes de los moriscos expulsados de España en el siglo XVII, aprovechando el proyecto de concesión para los sefardíes que anunció hace unos días el ministro Ruiz-Gallardón.

Alegan que si los Reyes Católicos deportaron a los sefarditas, lo mismo hizo con los moriscos su descendiente Felipe III entre 1609 y 1613, lo que convierte ambos casos en similares; pero, no: unos serán una fortuna para España, otros supondrían la destrucción del país, la autoinmolación.

La justicia hacia lo sefardí comenzó a demandarse gracias al activismo durante décadas del senador Ángel Pulido, que logró que en 1924 el dictador Miguel Primo de Rivera emitiera un decreto facilitándole a estos judíos tramitar la nacionalidad española.

El Decreto le permitió al embajador franquista en Budapest, Ángel Sanz Briz, salvar a miles de sefarditas del Holocausto.

El caso de los moriscos, descendientes de los fieros conquistadores de Al-Andalus (toda España, no sólo Andalucía), es diferente.

Mientras los judíos eran pacíficos pobladores desde tiempos de los romanos, los musulmanes fueron invasores contra los que los cristianos mantuvieron ocho siglos de Reconquista hasta derrotarlos.

Por demás, su religión es violentamente misionera, por tanto peligroso rival del también misionero cristianismo, y hoy del laicismo, mientras que el judaísmo es endogámico, nada expansionista.

Una minoría morisca siguió en Aragón, Levante y Granada, donde se levantó en guerra contra Felipe II. Felipe III la expulsó acusándola de actuar como infiltrada al servicio de otros musulmanes, los piratas berberiscos y el expansivo imperio otomano.

Izquierda Unida y el PSOE aliancista de civilizaciones piden desde 2006 la nacionalidad para millones de moriscos que traerían su perenne suicidio guerracivilista en el cercano Oriente: volveríamos a otra Reconquista, esta vez para perderla.

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SALAS