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Una vida audaz

12/11/2011 17:20 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Un imponente mausoleo de 82 metros se levanta sobre la Ruta Nacional N° 5. Su forma se asemeja al ala de un avión, y sus paredes delatan el paso del tiempo

Es el centro de atención para los miles de viajantes que transitan por aquella senda. Cercado por un añejo alambrado, la maleza que lo rodea alimenta el misterio y las fábulas que crecieron a su alrededor.

Unos cuantos años atrás se podía ingresar; un viejito se encargaba de cuidar el lugar, y narrar la historia encerrada en aquellas paredes gastadas. Incluso se podía subir hasta lo alto del “ala” por una escalera en espiral; 406 escalones, dos ventanas, una mitad de camino y la otra en la punta, al final.

Pero el tiempo fue deteriorando las instalaciones. La escalera sin baranda, y a punto de derrumbarse, se volvió cada vez más riesgosa. Poco a poco la luz del monumento se fue apagando, un candado cerró sus puertas, y al viejecito nunca más se lo volvió a ver…

Muchos lo reconocen como “el ala del avión”, o “el monumento a la aviadora”. Los más conocedores hasta pueden asociarlo al nombre de Myriam Stefford. Pero son pocos los que conocen la verdadera historia que encierra el panteón.

Entre altas malezas, y enclaustrado en su abandono, se encierra un pasado que es difícil separar de la leyenda. Las versiones se enmarañan. Se escucha la historia sobre una bella aviadora y su amante desesperado. Tragedia, amor y locura… que siempre van de la mano…

Lo cierto es que el mausoleo fue construido en 1935 por Fausto Newton, bajo las órdenes y delirios del escritor Jorge Barón Biza. Con un diseño avanzado para la época, fue levantado sobre cimientos de 15 metros.

Unos pocos escalones conducen a una oscura cripta, seis metros más abajo. Allí, varios retratos al óleo de una bella mujer, un casco de aviador y un reloj de vuelo rodean los restos de la aviadora que enloqueció de amor a Barón Biza.

Había nacido en Lugano, Suiza, en el año 1905. Bautizada bajo el nombre de Rosa Margarita Rossi Hoffman, vivió sus años de infancia rodeada de una familia típica de clase media europea. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, y siendo sólo una adolescente, abandonó la modesta vida familiar para dedicarse por entero al deslumbrante mundo del cine.

Hizo que la reconocieran como “Myriam Stefford”, seudónimo artístico que la acompañaría hasta el fin de sus días. Se la vio actuar en importantes teatros de Viena y Budapest. Algunas películas le otorgaron cierto reconocimiento que no la elevarían al estrellato, pero la transformaron en símbolo de belleza de la década del 20.

Durante una de sus giras, por el año 1928, conoció a un joven escritor. Hijo de un importante hombre de negocios cordobés, y descendiente de inmigrantes franceses; su nombre era Raúl Barón Biza.

Se casaron dos años después, luego de un romance tan público como intenso. Fue una celebración majestuosa, digna de reyes, a la que asistieron importantes figuras de la realeza y el mundo del espectáculo.

Desde entonces, el matrimonio alternaba su vida entre la porteña ciudad de Buenos Aires y la estancia que la familia de él poseía en las afueras de Alta Gracia.

Por insistencia de su esposo, Stefford abandonó la actuación. Al poco tiempo encontró su nueva pasión: la aviación. Fue así como comenzó a tomar clases de pilotaje en el aeródromo de Castelar, Buenos Aires. Con una constancia insospechada, amanecía todos los días a las seis de la madrugada para tomar sus clases con el piloto alemán Luis Fuchs.

Luego de unas cuantas clases, nació en ella la arriesgada meta de unir las ciudades de Buenos Aires con Río de Janeiro, pero persuadida por el instructor y su marido. Es que su avión, “El Chingolo”, no alcanzaba la autonomía suficiente como para soportar un vuelo de semejante envergadura.

Pero su obstinación estaba lejos de ser vencida. En su lugar, comenzó a planificar lo que Stefford llamó “Raid Catorce Provincias”, que consistía en unir las capitales de las provincias de la Argentina. Por ese entonces se hablaba de sólo 14 provincias ya que los demás distritos eran aún gobernaciones.

Planeó recorrer los 4.500 kilómetros en sólo cuatro días, convirtiéndose en la primera mujer capaz de acometer una hazaña similar. La madrugada del 18 de agosto de 1931, Myriam Stefford partió desde Castelar, acompañada de su instructor Luis Fuchs. La prensa se había congregado para testimoniar el suceso, y ella declaró antes de salir:

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“Volaré de sol a sol. No dejaré de utilizar las horas del día para gastar tiempo; hasta comeré en el aire. Sólo bajaré a tierra a cargar nafta y descansar lo indispensable. Confío en mi “Chingolo", que sabrá portarse como un águila”.

Las condiciones de vuelo en esa época no eran las mejores. Por ese entonces, la mayoría de las ciudades carecían de aeródromos y no se disponía de servicio meteorológico. Agravaba la situación el hecho de que “El Chingolo” no contaba con radiotransmisor.

Las primeras etapas de vuelo, sobre el territorio mesopotámico, pudieron cumplirse sin contratiempo. Pero en el recorrido desde Corrientes el avión sufrió algunos desperfectos. Stefford y Fuchs se vieron obligados a maniobrar un aterrizaje de emergencia en un monte, dañándose el tanque de combustible.

Reparada la avería, retomaron vuelo y lograron hacer el recorrido sobre Los Cerrillos sin ningún contratiempo. Pero nuevamente debieron aterrizar de emergencia en Salta, esta vez por un desperfecto en el motor.

“No soy una buena aviadora –confesaba Stefford- Carezco de dos cualidades: saber esperar y saber renunciar”. Con esas palabras, hacía caso omiso una vez más a las advertencias de su instructor, y siguió firme en su convicción de terminar el raid. Pidió un nuevo avión, “El Chingolo II”, y el 23 de agosto partieron rumbo al norte del país.

El martes 25, luego de dos días de intenso vuelo, descendieron en Santiago del Estero por mal tiempo, poco antes de arribar a la provincia de La Rioja. Partieron a la madrugada siguiente rumbo a San Juan. A las nueve de la mañana, mientras sobrevolaban Marayes, los alcanzó la desgracia: atrapados en un pozo de aire, todas las maniobras fueron inútiles. El avión se precipitó a tierra pesadamente unos trescientos metros y se incendió.

En ese momento un pueblerino advirtió a las autoridades. Pero todo intento fue inútil; el impacto había destrozado por completo el avión, y produjo la muerte instantánea de sus tripulantes.

Se dictaminó que los motivos del accidente se debían no sólo a que el “Chingolo II” no era un avión apto para semejante viaje. Sino que, además, la carga que llevaba, excedía el peso que era capaz de soportar. Las pericias detectaron un tercer cuerpo, un campesino que se unió a ellos en La Rioja.

Pocas horas más tarde, el teléfono sonaba en el Club Civil, en la ciudad de Buenos Aires. Un empleado informó lo sucedido a Raúl Barón Biza, que instantáneamente entró en estado de desesperación.

En un acto de desolación, tuvo como único instinto ir en busca de su arma para terminar, también de manera trágica, con su propia vida. Afortunadamente fue persuadido por uno de los mozos del lugar, que logró impedir el suicidio.

Días después, los restos de Myriam Stefford fueron trasladados a la ciudad de Buenos Aires. Sumaron su dolor a la pérdida unas 5.000 personas, que acompañaron el féretro en el recorrido de Retiro hasta el Centro de Aviación Militar, donde fueron velados.

Pocos años más tarde, Barón Biza construía el mausoleo en terrenos propiedad de la familia, que no sería otra cosa más que una gigantesca tumba para su amada. Sobre el sepulcro, una leyenda estampada en granito advierte:

Viajero, rinde homenaje con tu silencio a la mujer que, en su audacia, quiso llegar hasta las águilas.

Desde entonces, comenzaron a aparecer las leyendas en torno a esta desesperante historia de amor. Una de las tantas aseguraba que junto a su amada esposa, Barón Biza había enterrado las joyas que le pertenecieron en vida. Y en advertencia a quienes osaran profanar su tumba, escribió sobre la losa que cubre los restos de la aviadora: “La maldición caerá sobre quien ose profanar esta tumba”.

Barón Biza nunca pudo sobreponerse a la muerte de la aviadora, y su vida se convirtió en una existencia trastornada.

Años después contrajo enlace con Clotilde Sabattini, hija de quien fuera gobernador de la provincia de Córdoba. Con ella tuvo a sus tres hijos. Un matrimonio tormentoso que terminó en tragedia, cuando el escritor arrojó ácido muriático en el rostro de su esposa, causándole heridas que cargaría el resto de su vida.

Una bala en la sien terminó con su vida de dolor y delirio en 1964. Se dijo que, al no reclamar nadie el cuerpo de Barón Biza en la morgue judicial, fue enterrado en el cementerio de la Chacarita.

Sin embargo, en Córdoba, a pocos metros del “ala” que alberga los restos de Stefford, llama la atención un viejo Olivo rodeado por un gastado alambrado. Muchos preguntaron por qué era protegido el árbol. A lo que el viejecito respondía, cuando aún era el encargado de cuidar la tumba de la aviadora:

“El alambre no está por el Olivo; protege el lugar donde está enterrado Barón Biza”.

En el silencio de las tierras serranas, descansan a sólo unos metros de distancia los esposos que se amaron en demasía. Vidas signadas por un amor que los unió, por una tragedia que no logró separarlos, y por una eternidad que los mantendrá juntos.

Mientras tanto, el monolito continúa guardando verdades entre sus paredes…


Sobre esta noticia

Autor:
Mjcupani (1 noticias)
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