¿Quieres recibir una notificación por email cada vez que Eduardo Ramos Campagnolo escriba una noticia?
Marielena nunca llora de día. No le gusta que la gente vea cómo brota su angustia ni su hambre. Si nadie le pregunta cómo está, qué ha hecho hoy, nadie se entera de cómo está o de cuántas veces fregó el piso de aquella casa ajena para quitarle los restos de salitre. Si nadie le cuenta un chiste, entonces no sonríe. Puede pasar fácilmente ocho horas continuas lustrando lo que unos desconocidos ensuciaron y no se queja del hacinamiento con el que debe acostarse y levantarse todos los días.
Hace tiempo que su cuerpo moreno de veintiséis años perdió la cintura de miss Venezuela. Sucedió en la adolescencia, cuando estaba por terminar el tercer año de bachillerato. Se sentía orgullosa porque era la única de los ocho hermanos que pasó del sexto grado. Pero salió embarazada y tuvo que abortar el liceo porque se burlaban de la barriga. Tenía dieciséis. Luego volvió a quedar, y otra vez y otra vez. Dos hembras y dos varones. Todos ellos, más el esposo, en un cuarto. Su madre y padres con los demás críos en otro cuarto. Y su abuela paralítica en el que queda. Dieciséis personas en menos de ochenta metros cuadrados de ladrillo pelado y techo de zinc. Dieciséis apretujados en una de las viviendas más humildes de Tacarigua de la Laguna, un pueblo de pescadores de menos de tres mil habitantes que queda a hora y media al oriente de Caracas, donde se palpa cotidianamente la rivalidad entre quienes gobiernan la alcaldía chavista y los de la gobernación de Miranda, liderada por el candidato opositor para las presidenciales del 7 de octubre próximo, Henrique Capriles Radonski.
Marielena siempre llegaba temprano a limpiar aquella casa incrustada frente al mar, propiedad de una familia caraqueña que la habitaba sólo los fines de semana. Cuando el tema Chávez invadía la residencia de los señores, ella volteaba la mirada hacia la pared y seguía su rutina. Siempre el mismo tema: que si ama, que si odia al presidente Hugo Chávez Frías, como si no hubiera otra cosa de qué hablar. Era obvio que ella le huía a esos comentarios como al ají picante. ¿Por qué nadie alardea de lo bien que se siente la brisa del mar desde ese jardín?
-No me gusta ninguno de los dos bandos porque tienen una guerra permanente –responde cuando alguien osa preguntarle de cuál equipo es fanática- Nunca se ponen de acuerdo. Parece que se quisieran matar.
Esta mujer madre de cuatro solía ser una chavista empedernida. Votó por el comandante desde que tenía dieciocho años pero ahora se siente decepcionada porque él hizo promesas y ella se las creyó y a la hora de la verdad, nada. Cierto, a sus hijos le regalan morrales y libros en la escuela y a su madre la han ayudado con materiales para construir una cuarta habitación en la casa. Por eso seguía votando por él.
Eso se acabó, jura Marielena, no lo hará más.
-He visto cómo se benefician algunos y los demás, que esperen. El caso es que todos tengan. Aquí la mayoría de la gente es interesada. La gente se agarra los reales. Se ponen su franela roja o de otro color dependiendo de lo que quieran conseguir con los políticos. Ya no votaré ni por él ni por el otro. Votaré nulo.
Que esté desilusionada de su presidente no significa que haya cruzado la frontera hacia otro planeta. De hecho, está en su propio territorio: el de los no alineados, como a veces llaman a los venezolanos que no se autodefinen ni chavistas ni opositores. El de Marielena es un territorio superpoblado donde habitan, según las encuestas, un tercio de los venezolanos. Unos nueve millones de una Venezuela de veintisiete millones de habitantes, donde el promedio de edad, según el último censo de 2011, es de veintiséis años. Un territorio joven, como la chica costeña de cintura desdibujada.
Para bautizar a los que habitan este territorio, algunos diseñaron otra etiqueta pegajosa: los Ninis, un término peyorativo que en Venezuela es sinónimo de ausencia de compromiso. Porque a los incrédulos, los que sólo ven el mundo en la lógica binaria del blanco y el negro -y a Venezuela en rojo y azul-, les gusta decir con ese tonito tan típicamente despectivo que los Ninis son unos indecisos, unos guabinosos (resbaladizos), unos sin-conciencia-política, unos estúpidos que están dejando que el país se vaya al foso, unos cínicos pragmáticos que quieren aprovecharse de la no-definición para quedar bien con Dios y con el diablo. No existen, critican los que están parados en las otras Venezuelas bien demarcadas. Que son un invento de los encuestólogos, una alucinación prefabricada y esquizofrénica de algunos analistas.
Por eso mejor es llamarlos los No alineados. Porque no se trata de tres gatos, sino de varios millones de venezolanos y representan nada menos que la minoría más grande, superando en cantidad a los chavistas y antichavistas.
-No quiero ni a Chávez ni a Radonski. Todos son lo mismo, se burlan de uno. A los de oposición nunca los he visto ayudando por aquí. Hacen puras reuniones secretas, igual que la gente del PSUV (Partido Socialista Unido de Venezuela)- dispara Marielena- *** En Venezuela no hay dos países que se confrontan, como jura la mayoría de los dirigentes políticos, comunicadores y no pocos académicos cuando analizan la polarización: que si un bando en un extremo y otro bando en el contrario. Eso es mentira. En Venezuela no hay dos, sino tres países. Ese tercer país se esparce como confeti en los novecientos kilómetros cuadrados gobernados por Hugo Chávez, y si se pudieran juntar esos papelillos, se obtendría mucho pero mucho relleno para millones de piñatas. Mucho más que si se considerara, de manera individual, al total de chavistas o al total de opositores.
En ese tercer país, invisible todavía para quienes llevan con orgullo la etiqueta de los polos, conviven personas que le huyen justamente a eso, a las etiquetas, porque a cuenta de qué tienen que atarse a un color (rojo, azul), a un partido (o a varios al mismo tiempo) o a una doctrina ideológica. Porque sí, los etiquetados los obligan a ponerse el apodo cuando surge el tema político en una cena familiar o cuando están en la cola del mercado. Pues no, responden ellos, no soy de ninguno de los dos bandos. Ni chavista ni de oposición.
El clima de polarización y confrontación política ha contribuido al surgimiento –y crecimiento- de ese tercer país. Y pareciera que mientras más presión se imponga sobre ellos para intentar alinearlos en uno u otro bloque, más incentivos encuentran para autodefinirse con una etiqueta de no-identidad.
La distinción de No alineados, propuesta que comenzó a surgir hace diez años como denominación alternativa, agrupa a este tercio de venezolanos que se sienten en el medio de una batalla entre dos ejércitos políticos. Como a veces se dejan seducir por lo que promete uno u otro bando, y como éste es un año decisivo por las presidenciales de octubre, los políticos andan cual lobas en celo en luna llena para atraer su atención, y lograr que inclinen sus balanzas hacia la izquierda o a la derecha. Pero lo que no han entendido es que, según las fórmulas matemáticas, ya no creen en palabras bonitas y no son un voto seguro hasta que no los conquisten de verdad.
Los No alineados son como esas naciones que prefirieron ver a los contrincantes de la Guerra Fría desde la distancia. Pero no se confundan: no son neutrales porque, detrás del muro, pueden aproximarse más a un polo que a otro. Lo que sí está clarísimo es que los habitantes de este tercer país están hartos de confrontaciones y no se paran en un punto neutro, sino más bien en el medio de la batalla, en una coordenada del mapa donde les provoque ubicarse.
-Chávez quiere poner a pelear a la gente- lanza Marielena- Quiere desatar la tercera guerra mundial, aquí desde nuestro propio país. Si se hace una revuelta, hasta los niños más pequeños van a llevar armas.