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Vuelo Paris - Bucarest

07/05/2013 13:10 0 Comentarios Lectura: ( palabras)

Comparto esta inexplicable historia que me sucedió en un reciente viaje a Europa

Por Ricardo Rincón Huarota

Mi estadía de tres días en París me había dado la oportunidad de realizar turismo necrológico por la ciudad.

No visité la totalidad de los célebres panteones de la capital francesa, pero sí los que más me interesaban: los cementerios de Pere Lachaise y de Montparnasse. En este último, deposité una flor en la tumba de Carlos Fuentes, recientemente fallecido, quien ahora acompaña a otras personalidades de ese camposanto como Porfirio Díaz y Julio Cortázar. También me dio tiempo de ver las escalofriantes catacumbas de París, el mayor osario del mundo, que aloja en sus galerías subterráneas seis millones de cadáveres.

Ahora, tenía que dirigirme a Transilvania para continuar con mi tour macabro.

Mi traslado de Francia a Rumania fue realmente sui generis por distintas razones. En lugar de tomar un vuelo directo de París a Bucarest, decidí trasladarme a Barcelona y de allí hacer la conexión para partir a la capital rumana. La razón, muy simple: haciendo esta triangulación, me ahorraría una buena cantidad de euros con relación al precio del pasaje directo.

Pero una circunstancia especial, que hasta hoy sigo calificando de inexplicable, me ocurrió cuando estaba de tránsito en el aeropuerto de Barcelona y que se continuaría hasta llegar a Bucarest.

Mi vuelo saldría a medianoche por lo que estuve haciendo tiempo varias horas dentro de la terminal aérea; después de pasar por migración, tranquilamente me senté en el restaurante de la sala de última espera a que vocearan la salida del avión.

En eso, de manera sorpresiva, un hombre mayor se me acercó para pedirme que le invitara algo de beber.

-Acabo de salir del hospital. He estado enfermo y no tengo dinero. Hace días que no tomo nada, por favor deme algo de beber- me imploró el señor con rostro desesperado.

En primera instancia no supe qué hacer, pero acabé diciéndole: -siéntese, por favor.

El hombre tomó asiento y se presentó conmigo:

-Soy Petru Balanescu? dijo al tiempo que me extendía la mano.

Evidentemente, por el nombre y el acento, el tipo era rumano. Era un sujeto extraño: un setentón alto, de descuidada barba entrecana, vestido con ropas viejas, me atrevería a decir que eran harapos, portaba un sombrero negro y, a pesar del intenso calor, traía puesto un raro abrigo color verde con borrega en cuello y puños.

Sin mediar palabra, y ante mi mirada atónita, tomó la cerveza que me habían llevado y se la bebió de un solo trago. Comenzó entonces a contarme su historia personal y las adversas circunstancias por las que había atravesado toda su vida. Con estas palabras Balanescu me relató su drama:

-Siempre he sido pobre, toda la vida me dediqué a trabajar la tierra, primero en Raznov, mi pueblo natal, enclavado en el corazón de Transilvania, y después aquí en España, como trabajador temporal. Como pude, le di estudios al único hijo que tuve pero al que veo poco. Él vive en Bucarest. De hecho, ahora voy para allá en el mismo avión que usted. Sabe, él hizo un esfuerzo y me pagó el pasaje en clase especial. Me estará esperando en el aeropuerto.

Escuché al hombre con mucha atención y, a pesar del mal aspecto que proyectaba, además del desagradable tufillo que despedía, disfruté del momento. Por el altavoz escuchamos la orden de abordar; el anciano se puso de pie y se despidió de mí:

-Ha sido un placer. Gracias por escucharme. Como le comenté viajo en clase especial y entro primero al avión- me dijo dándome un fuerte apretón de manos.

Minutos más tarde, los que viajábamos en clase turista ingresamos al avión por la puerta trasera. La aeronave emprendió su viaje entre la oscuridad de la noche, lo cual a mí me permitiría dormir durante el largo trayecto. Otra cosa que favorecería mi descanso es que a pesar de ir casi lleno el vuelo, el lugar contiguo al mío iba vacío.

Habría dormido apenas una hora cuando de pronto sentí que alguien se sentaba a mi lado. Desperté amodorrado y vi que el mismo tipo del aeropuerto volvía a hacer acto de presencia.

-Buenas noches, ¿qué tal el viaje?

-Bien, bien- le contesté casi a fuerza después de haberme sacado de mi profundo sueño.

Mientras conversábamos, la gente que iba al lado volteaba hacia mi asiento y me observaba con mirada entre extrañada y reprobatoria, quizá porque el cuchicheo no les permitía dormir. Nuestra plática se alargó por no sé cuánto tiempo más y por fin él dijo: - bueno ya basta de molestias, lo dejo descansar- y se retiró a paso lento entre la penumbra del pasillo, hasta que lo perdí de vista cuando traspasó la cortina que dividía la primera clase de la turista.

Una circunstancia especial, que hasta hoy sigo calificando de inexplicable, me ocurrió cuando estaba de tránsito en el aeropuerto de Barcelona y que se continuaría hasta llegar a Bucarest

Seguí durmiendo hasta que llegamos al aeropuerto de Bucarest. Era tan honda mi pernocta que la azafata, con un ligero toque en el hombro, me despertó e informó que tenía que descender nuevamente por la puerta trasera del avión. Al momento de incorporarme, me percaté de que Balanescu había dejado olvidado su abrigo sobre el asiento de al lado y lo tomé para entregárselo a la salida.

Una vez documentado en migración, salí rápidamente hacia el área de entrega de equipaje, con la esperanza de encontrar al hombre. Con el abrigo en mano estuve buscándolo entre los pocos pasajeros que quedaban para reclamar sus pertenencias pero en ningún momento vi al rumano.

-Quizá se haya adelantado y salido antes que todos- dije para mis adentros.

Era de madrugada y hacía un frío que penetraba en los huesos. La estación estaba desolada, sólo había unas cuantas personas de mantenimiento.

Decidí entonces retirarme, pero vi a un empleado de la terminal a quien pensé entregarle el abrigo, con la expectativa de que Balanescu se diera cuenta de su olvido y lo recogiera después.

Me dirigía hacia él, pero justo en ese momento, otro hombre se le acercó y empezaron una conversación. Por las constantes firmas que estampaba el individuo en las hojas que le presentaba el empleado, parecía que estaban tramitando lo relativo a una entrega. No quise interferir en su conferencia y permanecí a una distancia cercana esperando a que terminaran.

Al mismo tiempo, el hombre no dejaba de observarme y de clavar la mirada en el abrigo verde de Balanescu. Se acercó al funcionario para comentarle algo y ambos dirigieron la vista hacia la prenda, lo que a mí me dejó un poco confundido.

Cuando concluyeron el papeleo, el funcionario se dirigió hacia una oficina y yo lo seguí para entregarle el abrigo y a preguntarle en inglés sobre lo que le había dicho el otro hombre. Él me contestó:

-Al señor Balanescu le llamó la atención que usted trajera un abrigo muy parecido a uno que él le había regalado a su padre, que lamentablemente falleció. En este momento están bajando el cuerpo del avión que llegó de Barcelona.

Al escuchar esto, evidentemente supe que se trataba del hijo de Balanescu pero me conmocioné por la muerte del anciano ocurrida durante el trayecto.

Instantes después volví a ver al familiar para decirle en inglés:

-Estoy consternado por lo de su padre. A pesar de que mostraba ciertos signos de deterioro, no pensé que pudiera ser tan grave su enfermedad al grado de morir. Lo conocí hoy en el aeropuerto de Barcelona y nos pasamos platicando un buen rato en el avión. Incluso, dejó olvidado su abrigo junto a mi asiento.

El hijo no respondió nada, sólo me miró fijamente, tomó el abrigo y se retiró.

Segundos después, vi cómo dos empleados se aproximaron hasta él con una mesa rodante que transportaba los despojos de su padre.

Impresionado por lo que había visto, me retiré apresurado del lugar y me quedé sentado en la solitaria sala de llegada.

A través de los cristales de la estación todavía alcancé a ver cómo en la calle, detrás de una carroza fúnebre, el hijo colocaba el viejo abrigo verde sobre el ataúd que momentos antes había sido bajado de la sección de carga del avión.

Al escuchar esto, inmediatamente deduje que se trataba del hijo de Balanescu, pero yo me conmocioné por la muerte del anciano ocurrida durante el trayecto


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